
Sábado. 17.30 horas. La urbanización de Los Vientos queda a unos quince minutos de mi casa y aun tengo que ducharme y afeitarme antes de largarme hacia Santomera, donde se encuentra el restaurante el Casón de la Vega. Aunque tengo ganas de empezar y ver lo que me espera, me jode levantarme de la mesa en la que mi mujer y parte de mi familia se encuentran charlando alegremente. Una botella de Grenfiddich etiqueta no se qué con casi 200 meses de edad también tiene parte de culpa de que no me apetezca irme. Tengo que estar a las siete de la tarde, pero como soy medio gilipollas, llego a las seis y media y me toca esperar. Una vez entrado en la cocina, una señora albanokosovar con una libreta en la mano me ofrece un delantal de plástico a la vez que me invita a que le acompañe.
-Serllo, ¿no? Bieng. Ponte estu.
-Perdone, ¿tengo que ponérmelo por el cuello o puedo utilizarlo sólo por la cintura? ¿Sabe usted? Es que me agobia.
La pobre mujer que vino huyendo del frío me mira con cara de 'éste es gilipollas’ y volviendo a mirar la libreta me contesta:
-Póntelo como quieras, pero hay productos que no saltan. Tú sabrás”.
Perfecto, me digo. Ya sé que voy a limpiar como un cabrón.
Comienzo en las freidoras. 210 empanadillas, 210 croquetas y una bandeja de espárragos para hacerla en témpura. ¿Témpura? Coño, yo creía que se decía tempura. ¿Ves? Sergio, ya has aprendido algo. Justo enfrente, otra albanokosovar hace exactamente lo mismo que yo aunque a un ritmo más lento. Yo he venido a trabajar, que no se me olvide. Cuando vengo a darme cuenta, los fuegos, la cocina y el suelo en donde me encuentro están totalmente llenos de chorretes de masa de témpura. ¡Madre mía! Lo he puesto todo como un Cristo. Busco desesperadamente a mi compañera de fogones con la esperanza de ver en ella un caos mayor o igual que mío, pero no tengo suerte. La colega coge los espárragos, los introduce en el cuenco que contiene la masa y, uno a uno, los deja en la freidora. ¡¡¡Hijaputa. No ha manchado absolutamente nada!!! Intento limpiarlo, pero ya hay zonas donde se ha secado y se necesita una espátula para levantar la porquería. Anteriormente, hablando con mi compañera de freidora, noté cómo el jefe de cocina me escuchó decir que era mi primer día. Al minuto quiso saber qué bandejas eran las que había freído yo, para acto seguido acercarse hacia ellas y comprobar el estado de las empanadillas. No me dijo nada y deduje que no estaban mal hechas. Cuando terminé con los congelados, me mandaron a una sala con trece grados de temperatura en donde tenía que ir colocando platos fríos ya montados de un sitio a otro. A algunos había que ponerle un gajo de mandarina, a otros quitarle una servilleta que protegía a la ensalada de posibles resecaciones, y a otros simplemente había que ponerle sal. Mientras, el jefe de cocina controlaba la comida que se encontraba en unos hornos en forma de cabina de teléfonos. Los camareros se acercaban una y otra vez para coger los platos que había que servir. Cuando estuvo hecha la comida caliente, estuve montando cien platos de carne con patatas y otros tantos de pescado con verduras junto a mi jefe de partida, con quien entablé una conversación inútil de lo más simpática. Tuvimos 15 minutos de espera sin hacer nada en los que no sabía si tenía tiempo de sentarme, beber agua, comer o fumar. Tras servir la cena hicimos lo mismo con los postres: Montar y sacar. Para terminar, limpieza a fondo. Las rodillas me pesaban y la espalda estaba resentida, pero sabía que estaba terminando y eso me tranquilizaba. Me ocurrieron algunas anécdotas más pero las dejo para otro momento. Cuando pude irme eran las doce y media de la noche y no había cenado. Me encendí un purito que me supo a rallos y volví a casa con la camisa manchada y sin mis gafas de conducir, olvidadas en el microondas gigante de mi nuevo puesto de trabajo. Pero mereció la pena, porque aprendí que a una salsa de pescado se le puede añadir jugo de limón y contrastar la acidez con aceite de oliva.