lunes, 31 de marzo de 2008

Magret de pato, meter la pata


No hace mucho tiempo, pedir un muslo o pechuga de pato era exclusividad de los restaurantes orientales. Hoy en día, por desgracia, es raro el cocinero que no recoge en su carta alguna receta más o menos apetecible con estas materias primas, y presume de 'Plato exótico' ante los comensales. El muslo de pato lo suelen servir confitado (de ahí lo de confit) y la pechuga a la plancha, aunque esta última es conocida como magret. Recomiendo fervientemente el muslo de pato confitado que se encuentra en el MAKRO, ya que sólo hay que introducirlo al horno para que la piel quede crujiente, acompañarlo con unas rodajitas de quigüi y unas patatitas y salsear ligeramente con un jarabe de vinagre balsámico. El magret contiene una capa de grasa que en algunos casos hay que eliminar, aunque para empezar basta con hacerle cortes en la grasa para que el calor profundice más. Con el fuego medio y sin aceite, ponemos la pechuga por la parte blanca y cortada hacia abajo, para que la pechuga vaya soltando la grasa que poco a poco tenemos que ir retirando para que la carne no se cueza en su propio aceite. Cuando esté con un color tostado, damos la vuelta a la carne y terminamos de cocinar por la parte más carnosa. Digamos que del total del tiempo en la sartén, un 75 % se debe hacer por la parte de la grasa. Deja reposar y corta en finos filetes (como el pato a la pequinesa del chino). Debe quedar rosita por el centro y casa maravillosamente con alguna salsa de frambuesas o de vino dulce (Pedro Ximénez) y purés de castañas o patatas, o directamente en ensaladas templadas.

Todo esto viene porque este pasado sábado fui a cenar con mis sobrinos a uno de esos restaurantes de carne a la brasa y patatas a lo pobre, que tienen una jaula con bolas para que los más pequeños puedan meterse mano mientras se tiran por el tobogán. El local cumplía las expectativas en todos los sentidos: una decoración muy concreta con una clientela que no desentonaba, aunque en vez de pollo a la brasa ofrecía una gran variedad de pizzas, carnes de todo tipo y platos de pasta. El intrépido de mi cuñado pidió un magret de pato caramelizado; “qué es lo peor que puede pasar”, me dijo. Y yo, que soy más envidioso que tonto, o al revés, lo acompañé. El caramelo que cubría la pechuga se pegaba en los dientes, la parte de la grasa estaba totalmente cruda y, por lo tanto, la carne no estaba bien hecha y no se podía cortar. Un desastre, porque las pizzas estaban deliciosas.
Señores cocineros, no me jodan con sus inventos.